En el interior de cada adulto, viven los miles de niños que hemos sido… tantos como edades hemos tenido.
Solemos pensar que cada año cumplido, es una etapa superada, una versión de sí mismo que deja de existir.
Pero como suele ocurrir, nos olvidamos de que el subconsciente no entiende el tiempo.
Y lo que hay almacenado en él, existe en el presente… Por eso nos duelen aún experiencias del pasado, por eso podemos volver al sufrimiento vivido… porque aún existe en nosotros.
No solemos visitar a los niños que nos habitan.
Creo que no los visitamos por temor… tal vez por temor a defraudarles, a no poder ser lo que ellos esperaban o incluso a revivir su sufrimiento… aunque nos olvidamos que es el nuestro.
Y así, creemos pasar página, cuando en realidad enterramos en lo más hondo de nosotros mismos, ese sufrimiento, esa falta de atención y reconocimiento que hemos sentido a lo largo de la vida.
Pero lo cierto es que nuestro niño sigue vivo en nosotros. Y cuando no se siente escuchado ni atendido, se presenta en nuestra vida por medio de enfados, berrinches, miedos o una tristeza tan profunda que no comprendemos de dónde viene.
Nuestro niño interior solo desea ser atendido, sostenido en su enfado, acompañado en su alegría y apoyado en su inocencia.
Y aunque en el pasado anhelábamos que otro adulto cubriera nuestras necesidades, siempre podemos convertirnos en el padre o madre que hubiéramos querido tener.
Y así nos convertimos en el adulto que sostiene al niño, en el adulto que es capaz de comprender que su niño interior se enfada y no sabe cómo manejar muchas cosas. Por suerte, cuando integramos a nuestros niños en el adulto que somos, nos convertimos en seres completos e integrados.
Las heridas de mi niña
Me gusta ver fotografías de cuando era pequeña. Así me conecto con esa niña que a veces siento tan diferente a mí… y al mismo tiempo tan parecida. Aquí puedes verme con 2 años.
Y desde mi perspectiva adulta, observo su carita, sus ojos risueños y un poco traviesos… siento su inocencia, su timidez y libertad.
Me reconozco en el azul de sus ojos, aunque no en su pelo liso.
Me reconozco en su necesidad de dar y recibir cariño y en su complicidad con su hermano, 3 años mayor.
Me reconozco en el hoyuelo de su carita aunque no tanto en su espontaneidad.
Y es que conectando con mi niña, siento que hubo una transformación en ella…
Un día, aquella niña, se sintió diferente, sintió que no encajaba y empezó a temer el rechazo y un poco también el abandono.
Sus heridas son las mías. Me doy cuenta de cómo algunas palabras y hechos ajenos a mí, me conectan con esa niña inocente que tuvo que protegerse para no sufrir en exceso.
Y así fue construyendo su armadura, que le impedía moverse libremente para no ser vista, ni rechazada, ni amada … por temor al rechazo.
Esa niña encontraba consuelo en la escritura, porque era un lugar seguro en el que expresarse tal y como era, sin temer a lo que otros pudieran pensar de ella. Encontrando una salida a su dolor, tristeza y melancolía.
Al mirar las fotos de mi niñez, veo a una niña risueña… una niña que construyó la aceptación ajena a través de su sonrisa y amabilidad, intentando ocultar así su temor al rechazo. Y ahora, al mirar atrás, solo puedo sentir que soy quien soy, por esas heridas.
Y que está bien ser como soy, no me tengo que justificar en mi amabilidad, en mi alegría, en mi habilidad para escuchar y reconfortar a los demás. Porque siento que ese proceso pocas veces tiene que ver conmigo y mucho con los demás.
Estoy aprendiendo a ser amable conmigo, a sostenerme, a quererme y aceptarme tal y como soy. Es un proceso… un largo camino que requiere ir quitándome partes de mi armadura. Y siento que con este artículo, me he quitado una parte importante de ella.
Y aunque duele sentir el dolor de mi niña, sé que es sanador.
Escuchando a mi niña interior
Escuchar a mi niña interior, no es fácil porque trae de vuelta el dolor del pasado y las lágrimas llegan con ella.
También sé que cuando no le dedico un tiempo de vez en cuando, explota en una rabieta y comienza a chillar en mí.
Todas esas palabras de enfado que nunca pronunció hacia fuera, las expresa dentro de mí y la adulta que soy comienza a enfadarse, sintiendo un vuelco emocional interior.
Es muy fácil dejarme llevar por ese enfado. Pero estoy decidiendo ir a la raíz de las cosas, no quedarme en la superficie.
Y sé que ese estallido de ira, esconde una herida, algo más profundo. Algo que no tiene tanto que ver con los demás, como conmigo misma.
Y me tomo un tiempo para escucharme, para escuchar a mi niña enfadada y herida. Le doy tiempo para que chille, para que llore, para que acabe su berrinche.
Y después, desde la calma, puedo comprender de dónde viene mi enfado, mi dolor, mi tristeza.
Y esa comprensión es liberadora, porque me permite profundizar más en mí misma. Me hace sentir el escozor de la herida, señal de sanación.
De esta manera, comienzo a decidir como adulta, la manera en que respondo a ese daño que otro me inflige, aunque sé que soy yo misma tocando la herida original.
Y en ese proceso, escribo… escribo sobre lo que me duele, sobre el sentimiento de injusticia que experimento, sobre la soledad que mi niña siente.
Y así, integro a mi niña al escucharla
Después de escribir, hago una visualización para mirarla de frente, sentir su cuerpo junto al mío y abrazarla. Nos fundimos en un abrazo donde no hay barreras, donde integro en mi interior a mi niña, liberándola del sufrimiento, sosteniéndola.
Es un proceso desgarrador, aunque profundamente bello.
Y es un proceso que tengo que realizar de vez en cuando para mantenerme en contacto con quien soy, con quien he sido y con quien estoy convirtiéndome.
Te animo a que busques fotografías de cuando eras niño y obsérvate a ti mismo a través de tus ojos adultos.
Pero en esta mirada, sé amable, sé comprensivo, sé amoroso, conviértete en el adulto que necesitaste cuando eras pequeño.
Y si deseas hacer la visualización para abrazar a tu niño e integrarlo en tu interior, tengo una grabación perfecta para ti. Escríbeme desde aquí y dime qué necesitas.
Solo cuando escuchas a tu niño, puedes sanarte